jueves, 13 de enero de 2011

la Fuga de logan





 
  Consagrarse a la práctica artística es en la actualidad una tarea confusa. Desde lo que Danto ha llamado la vanguardia intratable hasta ahora, hemos asistido a un derrumbe de conceptos y cualidades que venían siendo inherentes a la idea que del arte tenía la sociedad. Al escepticismo de estos cambios, no le ha beneficiado en mucho la politización de la cultura, ni la ausencia de agentes privados independientes y con verdadero criterio, más allá del comercial. Este nuevo escenario es sin duda el mejor caldo de cultivo para potenciar la existencia de un limbo minado de grandes historias, que difícilmente tienen su hueco en la realidad mediática.

 
Logan’s Run supone la huida consciente de un entorno cultural programado, donde los requisitos para triunfar atienden a variables objetivas y cuantificables que absurdamente tratan de etiquetar actuaciones en cambio vitales. Un guiño irónico que pone su burla en la ilógica encrucijada que sufre a menudo un creador de edad intermedia, quien socialmente ha dejado de ser un artista emergente en potencia, sin tener tampoco el desarrollo y la trayectoria necesarias para ser tenido como un talento consolidado. Óscar Ortiz Marzo, Daniel García e Ignacio Algarín González, se unen en esta muestra para reivindicar su sitio en esta profesión, haciendo que convivan en la misma sala inquietudes y temores que, a pesar de estar expresados con lenguajes diferentes, se alzan hacia una misma dimensión, la social.

La pintura y el dibujo permiten al artista un alto nivel de implicación mental y física con su trabajo. En el caso de Óscar Ortiz Marzo supone incluso una continuación visceral de su ser. Sus retratos, absolutamente emocionales y emocionantes, son tan dramáticos como sorpresivos, se manifiestan con la fuerza de un ente vivo. Con dos gestos fundidos sobre un mismo fondo podemos descubrir una personalidad casi completa, la transfiguración que el espejo nos niega, la transición en voz alta que pronuncia nuestra alma. Estamos ante máscaras sociales que ocultan incomprensión, desesperación, frustración, ambigüedad, y manifiestan su temperamento ante el ritmo vertiginoso de los cambios sociales que debemos asumir, sin que apenas podamos aprehenderlos, sin que nuestro código genético esté incluso preparado para hacerlo.

Sería cómodo y ciertamente agradable quedarse reposando infinitamente en las superficies de las telas de Daniel García: sus contornos perfectos y rigurosos, esas líneas zigzagueantes que delimitan las figuras cargándolas de erotismo y sensualidad, los colores chillones y planos como océanos en calma, la armonía y el orden de sus composiciones. Todos estos elementos nos atraen la mirada hacia la escena visible, narrada, sin embargo, somos demasiado maliciosos para quedarnos en ese Edén, y pronto descubrimos el sarcasmo de tanto cuerpo bronceado, de tanta frivolidad superflua, de la repetición de situaciones lúdicas, de ocio y júbilo, en suma, de tanto estereotipo. El lenguaje fotográfico en el encuadre de cada instante, nos muestra sucesos evidentes pero inconclusos. Siempre hay algo que no podemos ver, cuyo acceso nos esta vedado, y terminamos observando la imagen como si fuéramos simples voyeurs, que dejaron de mirar una pintura para ser partícipes de una historia.

Las obsesiones y los placeres, aquello que nos trastorna y atormenta, o lo que nos completa y perfecciona, son verdades metafísicas que no nos cansamos de perseguir. Saciar nuestro apetito cotidiano de emociones y aprendizajes forma parte de nuestros tormentos más deseados. A Ignacio Algarín González le valen muchos y diversos estímulos para relacionarse con el mundo pintando. Eleva a otra categoría ciertos hábitos y costumbres, esas pequeñas cosas que no significan nada en el torbellino que es la vida, pero que si somos capaces de valorar nos darán mucho a cambio. Sus obras se comportan como diarios dibujados, memorias de encuentros con objetos, lecturas, escrituras y simbologías de otras etnias, coincidencias, fechas y curiosidades. Una especie de mestizaje donde casi todo es posible, siempre que sea excusa para la forma y el color. En su serie de calcetines observamos claramente ese pretexto para pintar colores, para crear sintonías cromáticas que pronto se emancipan del objeto para tener autonomía propia. 


Laura Acosta Ignacio

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